Ir en contra del régimen era castigado con la muerte. Muerte que no llegaba de una manera placentera y rápida como en los métodos más humanos y certeros de ejecución, tales como: la guillotina, el pabellón de fusilamiento o la doncella de hierro. Sino, de la manera más creativa, lenta e inhumana posible. Así pues, las torturas que ofrecía el régimen totalitario para sus detractores eran legendarias entre los susurro de las masas, entre las creencias y mitos que hacían circular los mismos implicados. De esta manera, mediante el control por miedo, la oposición perdía fuerza y el régimen se hacía más absoluto, totalitario y tirano.
Este temor jamás fue un aliciente para dejar nuestra lucha, más cuando nuestro espíritu se vanagloriaba de nuestras proezas y liberaciones. Además, siempre teníamos la posibilidad de acabar con nuestras vidas antes de ser capturados y posteriormente expuestos a dichos mitos de torturas horribles. Sin embargo, en ocasiones nuestros intentos por acabar con nuestro suspiro fallaban y éramos capturados. No puedo culpar a nadie más que a mi por fallar en la fatídica pero necesaria empresa de suicidarme, ese día dieciocho de los veinte insurgentes murieron, salvándose del infierno y llevando con ellos casi el triple de perros del régimen. Sólo uno logró escapar ileso y uno fue capturado al fallar el tiro de gracia. Sin embargo, me fue imposible sostener mi antebrazo al recibir el impacto de fusil en el hombro, luego el desfallecimiento de mi mano provocó que mi revolver se soltara y rebotara varios centímetros, además, la lluvia empeoró todo, no pude tomar el revolver a tiempo y sesgar mi vida, ya que cuando pretendí hacerlo, tres soldados del régimen se abalanzaron a mi.
Los días posteriores a mi captura son oscuros y difusos, sólo escuché sentencias entre lineas, sentí golpes a medias y los pocos minutos de lucidez eran apabullados por un dolor intenso proveniente de todo mi cuerpo, hasta podía sentir el peso de mis cabellos y una incomodidad mortuoria. ¿Ya había iniciado la tortura? Para mi desilusión completa, apenas era el juicio. Más allá del dolor físico, me aquejaba un dolor más insoportable, una desilusión se había cernido completamente sobre mi alma. ¿Por qué tenía que haber fallado el tiro de gracia? Si lo hubiera hecho, mi tormento habría finalizado con un fugaz y certero -boom-. Mi alma habría sido liberada de éste mundo de mierda, habría vencido a mi manera al régimen, incluso, podría estar en el cielo celebrando con mis compañeros insurgentes el haber iniciado la oposición. Pero no, no fue así, ahora estaba a merced de las crueldades, exageraciones, perversiones y maldades de los ejecutores de la corona. Aquellos que perpetuaban el poder mediante el miedo, la amenaza, el terror y la muerte. Sin embargo, no desgastaré mis ultimas letras, en describir cómo me siento, y más, a causa de errores del pasado.
Dormí lo suficiente, diría que fue placentero. Al menos hasta que el dislocamiento de mi hombro impidió que siguiera haciéndolo, no era capaz de reunir la serenidad suficiente para sumergirme en un sueño profundo. Éste padecimiento se produjo por la posición en la que me encontraba, al parecer me habían atado de las muñecas, colgando, aunque se podía sentir unas ataduras iguales en mis piernas, y otra que me rodeaba la cintura. Traté al principio de escudriñar mi precaria condición con la vista, sin embargo mis ojos tardaron unos cuantos minutos en habituarse a la muy escasa luz. Mientras tanto, traté de palpar con mi tacto. Moviendo y estrujando las manos, brazos, piernas y pies, noté que colgaba completamente, y el único apoyo estaba ubicado en mi pie izquierdo (para agravar mi condición, pues soy diestro) aunque, tenía que salir de mi posición de equilibrio para poder apoyarme en él. ¿Por qué estaría esa pequeña plataforma ahí? Seguí en la propiocepción de mi condición, no lo había notado aún, pero en mi mano sostenía algo, al parecer aferrado a ella de alguna manera. Procedí a palpar con mi otra mano hasta que el filo del artefacto cortó la piel de uno de mis dedos. El dolor era agudo, sin embargo, al parecer los castigos propinados anteriormente y el dolor propio de la dislocación habían incrementado mi umbral de dolor, aunque no dejaba de ser incomoda la sensación y el goteo de la sangre por mi brazo, siguiendo por la espalda. Un cordón fino, empalmado al puñal y sujetado a mi mano por diversos nudos, era lo que mantenía fijo el puñal.
¿En qué clase de tortura estaré involucrado? Tal vez en una que implique múltiples desgarres en mis extremidades superiores, o quizás mediante desangramiento. ¿Pero, para que sería el puñal? Meditaba sobre éstas horribles preguntas cuando mis ojos se adaptaron y logré percibir una imagen. Al parecer, habían varios apoyos que me rodeaban, efectivamente estaba colgando de una cuerda atada a mis muñecas, aunque permitían un movimiento sencillo de ellas. Las demás ataduras eran inestables y efímeras, no brindaban mucho soporte vertical, eran mas cuerdas estabilizadoras y podía intuir que la mayoría de mi peso descansaba en las cuerdas de mis muñecas. Mientras más percibía, mi sentido se volvía más agudo. Luego pude notar que las pequeñas bases de sustentación que me rodeaban estaban unidas a la pared por unas varas largas, aunque el brillo que producían era cómo el de los fusiles recién lustrados. Al intentar poner un pie en una de las varas, no en el apoyo, éste se deslizó estrepitosamente y se embadurnó de un aceite espeso. Este aceite viscoso producía un ardor inimaginable, ardor que no pude soportar y cuya única escapatoria para aliviar el dolor era vocalizar gritos desgarradores. Lo cual en sí, era un alivio, pero se convertía en un horror cuando el sonido de mis angustias rebotaba desde las paredes hacia mis oídos, ya no quería escuchar más ese repugnante sonido, pero no podía detenerme y callar pues era la única forma de menguar el ardor del aceite.
Mientras convulsionaba por mi calvario: el ardor infernal en mi pie, el dolor punzante y desgarrador en mi hombro, la sensación de palpitar en la cortada de mi dedo, las multiples lazeraciones que hasta ahora no había notado, la sensación de agonía producida por el hambre y la debilidad en la que me encontraba y además, la reverberación del sonido de mis gritos, quejidos, y clamores que mendigaban por el termino de mi ya poco valiosa vida; una piedra cayó de las paredes. Aunque todo era caótico, escuché claramente el sonido vacuo de la piedra girando en el aire, el tiempo pareció dilatarse mientras ésta caía por el espacio en busca del suelo que detuviera su caída. El sonido, no fue seco, y la piedra no revotó. Al parecer, el fondo del pozo en el que colgaba no era un suelo rocoso y firme, sino una delgada capa de fango y escoria, con quizás un poco de agua (o sabrá que desperdicio o desecho, o sustancia desagradable yacía ahí). El sonido apagado de la roca al colisionar, vislumbro mi verdadera y horrible situación. Estaba colgando de unas marras, con algunas bases en las que me podía sustentar, sin embargo, éstas estaban cubiertas de un aceite corrosivo. Con una navaja en mi mano y un pozo de cerca de 9 metros de alto. Es decir, debía elegir entre cortar la soga y morir en el pozo o no hacerlo y morir desangrado o asfixiado lentamente por la posición en la que me encontraba.
Hasta ahora, no había sentido el pavor, lo horrible, el terror, el miedo, y cualquier otro sinónimo de un sentimiento de abandono tan grande que producía en mi un profundo apego a la chispa de mi vida. Comencé a llorar, lágrimas de sangre, calientes y nauseabundas, repletas de mucosa. Tal vez, era la expresión máxima del estado de mi alma y mi profundo apego a la vida. Lo terrible de la situación, no era mi destino. Pues, desde que me había enlistado en la oposición, sabía que algún día ese sería mi final y cada momento de tranquilidad pensaba en ello, cómo tratando de encontrar las fuerzas necesarias para ceder mi voluntad y permitir el abrazo de la muerte. Lo horroroso de mi situación era la decisión. Siempre fue la decisión. Decidir es el proceso que más miedo puede infundir en un hombre. Fue por la decisión que yo no disparé mi revolver, pensaba que quizás lograría vivir. Es la decisión lo que siempre me atrapó, lo que jamás dejó que mi alma estuviera tranquila. Como el día en que no fui capaz de decidir casarme y sólo huí. ¿Por qué un hombre, un ser hecho a imagen y semejanza de Dios, podría ser tan cruel? Porqué escogerían esta tortura en especial para mi. Porqué tendría que ser yo el que decidiera el camino por el cual morir.
Aparentemente la decisión era sencilla. Optar por la rapidez y la eficacia y acortar mi agonía, cortando la soga que me ataba y caer al vacío, para que el piso fuera mi verdugo, de manera rápida, humana, cortante y eficaz. Sin embargo, al pensarlo un poco mejor (maldita decisión), me llenaba de dudas, de peros, de posibles, de "y que tal, si al caer sólo me quebrara un pie, o varios huesos. Y mi calvario se extendiera aún más". En ese caso, era más humano morir en mi estado actual. Al parecer ambas opciones eran correctas y a la vez erradas. Que vida tan hijueputa o mejor dicho, que muerte tan hijueputa. Sólo podía exclamar esas frases en mi mente embotada. Ciertamente, era imposible decidir y basarse en la lógica, pues todas las sensaciones que me embestían impedían mi concentración y mi única salida era llorar erráticamente. Cada segundo el terror de un aniquilamiento poco eficaz, que extendiera mi sufrimiento hasta el infinito, se apoderaba más y más de mi. Mi corazón ya no daba abasto para la cantidad de adrenalina que fluía por mi torrente sanguíneo, mi cabeza parecía estallar y el dolor era simplemente la peor e incalculable sensación que jamás hubiera sentido. Entonces, decidí (por fin), mientras me contrariaba constantemente, por la opción de mayor probabilidad para acabar con mi vida. Corté la cuerda.
Al principio parecía caer, sin embargo, no fue así del todo, no fue tan rápido como la piedra y aparecieron obstáculos. Las varas que sostenían los apoyos, estaban conectadas a mi peso, es decir, al liberar la tensión de la soga, estas se liberaron, y las sogas que servían de equilibrio se encargaron de hacerme colisionar contra las varas que se habían liberado de su sostén. El aceite corrosivo salpico grandes porciones de mi cuerpo, una de las varas golpeo mi costado, quebrando varias costillas y a su vez, desestabilizando mi caída. Ahora danzaba errático y frenético en el aire, concluyendo en una colisión desproporcionada y horrible, en las que al menos seis o siete huesos de mi cuerpo se astillaron completamente. Mi rostro termino medio clavado en el fango de olor fuerte y espeso. Olía a mierda, a sangre, a orina y sudor. Olía a muerte, a abandono y a maldad. Y ahí, moriría yo, sin saber cuanto tardaría en extinguirse mi llama, mi voluntad. ¿Había tomado la peor decisión? De nuevo el terror, el miedo, la tristeza, la agonía, la desesperanza se adueñaron de mi, sobretodo la culpa.
Desperté siendo arrastrado en hombros por dos sujetos. Uno de ellos era conocido. Teniente Ricardo Puerta, el sujeto que había escapado de la emboscada de las fuerzas imperiales. Había logrado llegar hasta el destacamento real de ejecución y con la ayuda de la infantería logró penetrar las defensas del recinto. Ese día se salvaron cerca de cincuenta almas que iban a ser torturadas de la peor forma. Quizás yo, podría estar entre ellas. Lo único que me separaba de ese destino era decidir si vivir o no. El terror, jamás cesó.
JEC